EL GOZO DE SENTIRNOS HERMANOS ENTRE NOSOTROS
Autor: Hermelinda Mendoza de Ferrer.
Arquidiócesis: Valencia.
Fuente: Revista Trípode. Nº 420, Año XLV, Abril – Mayo 2009.
Hace 13 años Carlos y yo hicimos nuestro Cursillo de Cristiandad. Para mí, descubrirme como “hija de Dios” y que con su ayuda todo lo podía, fue algo que marcó mi vida, sin embargo, la conversión apenas comenzaba… Con el deseo de perseverar en la fe y hacer fructifero el compromiso asumido con el Señor, nos incorporamos al equipo Santo Domingo Savio; en la ciudad de Valencia, alli pude redescubrir el verdadero sentido de la amistad el cual habia perdido en mi adolescencia; casi sin darme cuenta comencé a presentar a los integrantes del equipo no como compañeros, como acostumbraba hacerlo con quienes compartía mis estudios o mi trabajo, sino como amigos, no obstante, cuando alguien me llamaba hermana no podia evitar cierta aprehensión y, por qué no decirlo, cierto rechazo, esa idea no había calado en mi cabeza, mucho menos en mi endurecido corazón.
"Gracias, Señor, por hacernos hijos tuyos y hermanos entre nosotros".
En días pasados, llegó un mensaje de texto a mi celular: “Carlos necesita oraciones, sufrió un accidente de tránsito y está en cuidados intensivos en San Juan de los Morros”. Se trataba de un primo hermano a quien tenía tiempo sin ver. El domingo en la mañana nos fuimos a San Juan. Allí estaban su esposa, hijos y hermanos, en una ciudad donde no conocían a nadie. Necesitaban cinco donantes de sangre diarios; ya tenían cuatro que se trasladarían desde Valencia —nuestra ciudad de origen— y tenían la esperanza de contactar a un general, que no sabían ni cómo se llamaba, para que enviara algunos soldados en calidad de donantes.
Ante este panorama, nuestra plegaria fue: “Señor, ilumínanos”. Enseguida llamamos a Valencia para que nos dieran el nombre de algún cursillista de San Juan; a los pocos minutos recibí un mensaje con el nombre de Fátima de Vicuña y su número de teléfono. Sin pensarlo dos veces, la llamamos de inmediato y su respuesta fue: “Dime, hermanita”. Le explicamos la situación y, a los pocos minutos, entraba a la unidad de cuidados intensivos en compañía de su esposo. No sé expresar lo que sentí al verlos; aunque sólo nos habíamos visto dos o tres veces en alguna que otra actividad del MCC, nos abrazamos intensamente, como se abraza al ser querido con quien se comparte en las buenas y en las malas. Nos informó que ya su equipo estaba en oración y que estaban ubicando a los posibles donantes.
Nos acompañaron hasta finalizada la tarde, cuando tuvimos que regresar a Valencia, no sin antes ponérsele a la orden a mi familia para lo que hiciera falta y a la hora que fuese.
El viaje de retorno transcurrió sin novedad. A los pocos minutos de haber llegado a casa, recibimos una llamada telefónica: “Carlitos murió”. Sabíamos que mi familia estaba sola en un momento tan difícil, así es que envié un mensaje a Fátima y otro a Marifé, una cursillista de Maracay a quien antes había pedido oración por mi primo; ahora les pedía por su eterno descanso y para que el Señor fortaleciera a sus familiares.
La respuesta de Marifé fue: “Dame el nombre de su esposa, que una amiga de San Juan va para allá a darles apoyo”. Y así fue; allí llegó Ana Milena Charry. Luego me dijeron que fueron dos cursillistas más, cuyos nombres desconocemos. Que Dios les pague a todos; su testimonio de Iglesia es una semilla que quedó sembrada en el corazón de mis seres queridos. Ese domingo, mientras hacía mis oraciones de la noche, reflexionaba acerca de lo grande que es palpar la comunión de los santos y cómo pude vivir tan intensamente el gozo, no sólo de saber que somos hijos de Dios —y, por tanto, reconfortada con la esperanza de la resurrección, pues antes de morir mi primo recibió la Unción de los Enfermos—, sino también —que fue lo maravilloso para mí— la certeza de saber que somos hermanos entre nosotros. Las palabras de Marifé resonaban en mi cabeza: “Las gracias a Papá Dios, no olvides que somos una familia“. Sí, esa maravillosa familia que quiso Cristo que tuviésemos: la Iglesia; dentro de ella, el Movimiento de Cursillos de Cristiandad, la parcela donde el Señor nos plantó para que creciésemos y diésemos frutos.
Hoy, al hacer las oraciones de la mañana, pude decir desde lo más profundo de mi corazón: “Gracias, Señor, por hacernos hijos tuyos y hermanos entre nosotros”.